Ratón de biblioteca

Un amigo que reniega de los blogs y que nunca se dignó visitar el mío dice que escribir en un blog es una forma de onanismo mental. Algo de razón tiene, aunque no es mi caso; si mi finalidad fuera sólo esa, escribiría todos los días la primera pavada egocéntrica que se me cruzara por la cabeza y listo.

Pero resulta que no, que no quiero hacer un blog en el que sólo cuente cómo amanecí, ni con quien pasé la noche, ni lo que almorcé, ni los eventos a los me invitan, entre otras cosas porque sería terriblemente aburrido contar que amanezco feliz, que el único ronquido que escucho de noche es el de mis perras, que mis almuerzos dejan mucho que desear en cuanto a creatividad y que no me invitan a ningún evento, salvo los cumpleaños de los amigos.

Cómo seré de reservada, que desde noviembre estoy trabajando en la biblioteca de Río Ceballos y todavía no escribí nada sobre eso. Y no por falta de ganas, aclaro, sino porque no consigo hacerme el hábito de sentarme a engordar el blog al menos una vez por semana, algo que mis pocos pero fieles lectores me reprochan de vez en cuando.

Les cuento, entonces, sobre la biblioteca.
El trabajo para el que me contrataron es muy específico: catalogar los libros, hacer el inventario en la computadora, en un programa especial para ese fin. Por cada libro que se ingresa hay que completar una ficha: título, autor, traductor, fecha y lugar de edición, editorial, ISBN, cómo ingresó a la biblioteca (canje, compra, donación) quién lo donó o lo compró, tema que trata, etc. Y como no todos los libros tienen los datos en el mismo lugar, ni tienen todos los datos, ni los tienen totalmente legibles, no es raro verme lupa en mano tratando de descifrar lo que mis pobres ojos no alcanzan a distinguir.

Para cualquier persona que no ame los libros, la tarea sería tediosa y mecánica. Para mí, que amo los libros, es como abrir la caja de Pandora y encontrar tesoros ocultos, de esos que uno ni sospecha que existían.

Detalles en los que jamás me había fijado, como la fecha y lugar de edición, ahora despiertan mi curiosidad y me veo asociando tal fecha con tal o cual acontecimiento, o elaborando una estadística mental sobre los libros que se editaron entre 1940 y 1950, o viendo qué tienen en común los de la década del 60, o poniéndome contenta cuando encuentro algún ejemplar muy viejo, de principios del siglo pasado, pero que está en perfectas condiciones.

Y ni qué hablar cuando me toca inventariar los de editorial TOR, por ejemplo, esos de hojas gruesas y tapas de papel finito impresos en una letra mínima, apretada, con el texto escrito a dos columnas: Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Dickens… ¡si los habré devorado, de chica, heredados de mi papá, que los había comprado cuando era adolescente! Y los de Emecé, de las épocas gloriosas de los best seller de los años setenta, y las ediciones especiales de tapas duras de la década del 30, del 40, que pese a los años se conservan impecables… Y los libros de bolsillo con lo mejor de la literatura mundial…

La curiosidad, que a estas alturas ya roza la indiscreción, también me lleva a preguntarme, cuando encuentro una dedicatoria personal, qué habrá sentido el que recibió ese libro de regalo, si lo habrá leído o lo habrá dejado en un rincón, si le habrá gustado. ¿Y cómo fue que el libro llegó a la biblioteca? ¿Su dueño se murió, y los parientes lo donaron? ¿Lo donó el dueño, porque no le interesaba conservarlo? ¿Cómo alguien de la familia se puede deshacer de un libro dedicado al padre en el día de su cumpleaños, o dedicado a un hermano al que se admira profundamente, o a un amigo del alma?

La emoción de tener entre mis manos tanta vida se multiplica al mirar las estanterías repletas, los libros que están apilados en el piso o en cajas por falta de espacio, y pensar en las miles de historias que guardan. Las que están escritas en sus páginas, y las otras, las que no se ven y que jamás conoceré. Las historias de los sueños, las ilusiones, de cada autor. Las historias de sus dueños anteriores. Las historias, por último, de cada lector que se llevó el libro a su casa y lo leyó pensando vaya a saber en qué, emocionándose vaya a saber con qué párrafos, aprendiendo algo que no sabía, o simplemente disfrutando la lectura.

Pienso en las horas solitarias que habrán acompañado esos mismos libros que hoy pasan por mis manos, en los lugares por los que han andado, en las mesas de luz donde han descansado durante unos días, como viajeros que van de hotel en hotel, y ante mí se presenta un mundo más complejo, fascinante y misterioso que el de cualquier novela.

El olor a biblioteca, que me recibe cada mañana envolviéndome con su calidez, hace el resto. Y ahí está la Fernández sentada en una silla íncómoda, en la posición menos ergonómica que uno pueda imaginarse para trabajar en una computadora, con un atril improvisado con cartón y un broche de tender la ropa, y los dedos sucios de tierra pero feliz de la vida y dispuesta a terminar sus días catalogando libros, porque salvo que me echen, de acá no me voy.