Pecados inconfesables

mujer, dormida
En un comentario de mi entrada anterior, Marcelo me hace dos preguntas. La primera, si eso de andar tomando nota de los inconvenientes de dormir acompañada no significará que se me está muriendo el romanticismo; la segunda, si no tiendo la cama todos los días aunque duerma sola.

Ay, Marcelo, si fueras un pajarito, como decían las abuelas, y pudieras espiar mi intimidad, huirías espantado. No tiendo la cama todos los días. Me gusta que la sábana de arriba, en la cabecera, esté prolijamente doblada sobre las frazadas, y del lado de los pies le hago un par de nudos en las puntas para que calce justo bajo el colchón, como si fuera ajustable. Ese truquito, sumado a que peso apenas 51 kilos y tengo un sueño muy, muy tranquilo, casi de momia, digamos, hacen que mi cama no se desarme. Cuando me levanto, la dejo un rato abierta para que le dé el sol y se ventile, y después la estiro y queda perfecta. Ni una arruga delatora, nada que permita sospechar que no la tendí como Dios manda.

Mi ex solía quejarse de la tierrita en los pies, pero allá él, a mí no me molesta. Tengo una anécdota imperdible sobre esto de no tender la cama. Hace unos años, dos o tres días después del día de la madre me acosté, abrí un libro, leí un rato, cuando me entró sueño apagué la luz y me estiré a lo largo como un gato, que es lo que suelo hacer para luego ponerme de costado y entregarme plácidamente a Morfeo. Pero hete aquí que cuando me estiré llegué un poquito más abajo que otras veces, y sentí algo raro. Mis pies investigaron con atención. Parecía un pedazo de papel doblado. Mis pies buscaron hacia una esquina, y se toparon con otros ¿objetos? iguales.

Traté de recordar si había estado escribiendo en la cama, o leyendo algún libro al que se le pudieran haber desprendido unas hojas; imposible que fueran servilletas de papel, por la textura.

Cuando metí la mano y saqué los papeles, mi extrañeza fue todavía mayor al comprobar que eran billetes. Cinco. Y sumaban doscientos pesos. No recordaba haberme puesto plata en el corpiño ni en las medias como solemos hacer a veces las mujeres; si hubiera sido así, bien podrían habérseme caído al desvestirme, aunque difícilmente llegaran solos hasta los pies de la cama.

Al otro día, mientras desayunábamos le conté a mi hija cómo y dónde me había encontrado doscientos pesos. Seguro que los dejaste encima de la cama abierta y después la cerraste y no te diste cuenta, me dijo. No, le contesté, si fueran diez o veinte pesos puede ser, pero doscientos es mucha plata y estoy segura de que no son míos. ¿Y de quién van a ser si no son tuyos?, me contestó, tratando de contener la risa. Qué se yo, le dije, y seguí con la intriga hasta que un buen rato después, se develó el misterio.

¿Te acordás de que el pá vino a saludarte el día de la madre, y vos justo no estabas porque te habías ido al almacén?
-me dijo Carla. -Bueno, esa plata era nuestro regalo. A él se le ocurrió ponértela ahí, para ver cuándo la encontrabas.

En cuanto a que estoy perdiendo el romanticismo… Es más bien al revés. Creo que soy demasiado romántica, y precisamente por eso mi espíritu se resiste con uñas y dientes a la cruel realidad de los ronquidos y demás. A mis casi cincuenta, sigo soñando estúpidamente con declaraciones a la luz de la luna, serenatas, cenas íntimas con candelabros y preliminares eternos antes de hacer el amor. Sigo esperando al príncipe azul montado en un caballo blanco, aunque no desdeñaría a un plebeyo pintón al volante de un Alfa Romeo. Sigo creyéndome una doncella etérea, frágil y virginal como la que fui a los quince, por más que el espejo, antes de irme a dormir, se empeñe en mostrarme una imagen cargada de hombros, con un ojo más apagado que el otro y bastante mustia. Sigo creyendo en el amor a primera vista, aunque vea cada vez menos, y en el colmo del romanticismo, hasta sería capaz de casarme de blanco, envuelta en metros de organza, encajes y tules. Pero eso sí, después, ¡camas separadas! Justamente por eso, Marcelo: para no matar el romanticismo.