El olor del trabajo
Me crie oliendo fana.
Esa sustancia que se asocia de inmediato, en el imaginario popular, con chicos de la calle aspirando una bolsita con pegamento para drogarse, en mi casa tenía otra connotación: era el adhesivo con el que se pegaba la suela de los zapatos, y por lo tanto, un material útil y noble.
El olor de la fana estuvo presente en mi vida desde que tengo uso de razón. Primero, en la fábrica de zapatos que papá tenía con sus hermanos, en un galpón que había al costado de la casa de mis abuelos, en Rosario. Una de esas casas chorizo antiguas y medio derruidas que se estiran a lo largo del terreno y donde vas pasando de una habitación a la otra, con galería de baldosas y patio de tierra, a la que se ingresaba por una puerta de chapa ubicada en el medio de una tapia tan alta como la puerta que impedía que el patio se pudiera ver desde la calle. Al fondo de la casa estaba el gallinero, la cucha de los perros (dos chapas con bolsas de arpillera adentro) y el cobertizo de los cachivaches de mi abuelo. Y al costado, enfrentada a la galería, “la fábrica”, como llamaban orgullosamente al humilde galpón en el que se amontonaban máquinas, materiales y cajas de zapatos terminados.
Al galpón se entraba desde la calle por un portón grande de chapa, y desde el patio por una puerta de madera con vidrios repartidos que daba a la oficina de “los muchachos”, como llamaban mis abuelos a sus cuatro hijos. Esa era la entrada familiar. La “oficina” era una piecita sin ventilación, con un escritorio y cuatro sillas, paredes con la pintura descascarada y un eterno olor al humo de los cigarrillos Particulares que “los muchachos” fumaban uno tras otro. La Tata, como le decíamos a la abuela, a la tarde les llevaba té en vasos de vidrio. Pero no cualquier té. Era el que venía en hebras, medio colorado y con un aroma fuerte y tentador.
Pero no tan fuerte como el olor de la fana.
Después, cuando papá y mamá se independizaron y empezaron a fabricar zapatitos de charol en nuestra casa, el olor a fana que venía del lavadero, donde papá armaba los zapatitos sobre las hormas de madera y les pegaba las suelas, pasó a ser parte de nuestra vida diaria, como ya lo era el humo de los Particulares que fumaba él. En aquellos tiempos, no había la conciencia que hay ahora sobre el daño que sufre un fumador pasivo; el hecho de que yo fuera asmática no impidió que papá fumara adentro de la casa herméticamente cerrada en invierno, ni en el auto con las ventanillas cerradas.
Demás está decir que usábamos la fana para otras cosas, además de pegar suelas de zapatos. No había pegamento que le hiciera sombra. Madera, plásticos, cartón, lona o azulejos, nada se le resistía; un par de pinceladas en cada una de las caras a unir alcanzaban para que al juntarlas quedaran así, juntas hasta que la muerte las separe como los matrimonios de antes.
Mamá especialmente era fan de la fana. Teníamos una mesita de madera con una pata chueca que había hecho un tío carpintero, y que se usaba para la fábrica; mamá la forraba con hule como se usaba antes, y además de clavarlo por debajo del borde lo pegaba con fana. Muchos años después, cuando quise recuperar la madera para pintarla todavía estaban ahí los pegotes marrones, duros como resina fósil. Mi vieja era muy capaz de pegar el velador a la mesa de luz, o cosas por el estilo.
La fana venía en latas de 20 litros; cuando se terminaba una se la podía abrir con un abrelatas para reciclarla como maceta o tacho de basura de los que se dejaban en la vereda, a la espera del recolector, cuando todavía no se usaban las bolsas de residuos. Los restos secos de adhesivo que quedaban pegados en las paredes, todavía flexibles, se sacaban con facilidad. Al tirar para desprenderlos, se podía moldear esa masa elástica y olorosa para formar una pelota que picaba en el piso. Con los restos del hermano menor de la fana, el cemento de aparado, más chirle y menos oloroso, se podían hacer esas pelotas también, pero las de fana eran mejores. Esas pelotas de cemento o fana eran imprescindibles para limpiar las superficies de trabajo: pasabas la pelota, y como por arte de magia se le iban pegando los restos que habían quedado en las mesas.
A los dos, la fana y el cemento, había que cuidarlos muy bien del aire para que no se secaran y se estropearan. Las latas tenían que estar siempre bien tapadas, se sacaba sólo lo necesario y se volvía a cerrar. Eran materiales caros y había que hacerlos rendir hasta la última gota, en lo posible. Hasta el olor les cambiaba el aire; el de la fana o el cemento frescos, recién salidos de la lata, era diferente al que salía de un frasco en el que había quedado un fondito espeso.
No recuerdo haberme mareado ni nada parecido con el olor de la fana, ni que haya afectado a alguien en la fábrica; ya de grande, cuando me enteré de que la solían usar para drogarse, me asombró, porque para mí era un olor entrañable y que me traía buenos recuerdos.
Era el olor del trabajo, de la fábrica, de la producción, de la optimización de los recursos, ligado para siempre al orgullo de mis viejos por lo que hacían y por lo que habían logrado juntos.
Era el olor de un proyecto de vida en el que cabían muchas personas, y del que nos beneficiábamos muchas personas: nuestra familia, los empleados y sus familias, los dueños de las zapaterías y los que compraban un calzado bien hecho, durable y al alcance de cualquier bolsillo.
Era el olor de la alquimia que hacía posible que un pedazo de cuero y otro pedazo de suela se transformaran, gracias a muchas manos mágicas, en zapatos.
Era el olor de la alegría de saber que éramos parte de la Industria Nacional, que fue y sigue siendo un pilar importante en la economía del país.
Y a ese olor querido lo disfruté, con idas y vueltas, hasta hace unos años, porque a los 70 mi mamá todavía tenía un tallercito de aparado de zapatos en el que trabajaba ella sola. Y seguía pegándolo todo con fana en la casa, como cuando yo era chica…
**En la foto, mi primo Pirucho y yo en la galería de la casa de los abuelos, promocionando los zapatos para niños que hacían «los muchachos».
Que distinta la vida de nuestra época. Todo era sano. Mi papa usaba un pegamento de olor fuerte, que quizas fuera el mismo o parecido, para reparar las lonas del camión. Y tambien fumaba Particulares.