El último orejón del tarro

         Cuando mi abuela Natalia hacía compota de orejones de durazno, me tomaba el líquido y dejaba la fruta fofa y medio desabrida, que para ella era un manjar. Yo prefería, y prefiero, comerlos como vienen, secos y gustosos.

         En aquellos tiempos, “el último orejón del tarro” era una expresión para nombrar al olvidado, el ninguneado, el que sólo era tenido en cuenta cuando no había algo mejor. Y decir “soy el último orejón del tarro”, entonces, era una manera de manifestar rabia, dolor o el hartazgo de sentirse postergado, o lo que es peor, auto postergarse para beneficio de los demás.

         Y es también, si se quiere, una expresión tanguera, llorona, de victimización y desesperanza. Porque el orejón no puede salir solo del tarro, necesita alguien que lo saque y le dé un destino: comérselo, por ejemplo. Necesita un salvador el orejón, aunque esa salvación termine significando su muerte. Porque cualquier cosa es mejor que quedarse ahí solito, en el fondo del frasco.

         Cuántas veces nos pasa que nos sentimos así, como el último orejón del tarro… Y la cosa empieza desde chiquitos, con el primer cumpleaños al que no nos invitan, con el primer juego en el recreo para el que no somos elegidos debido a nuestra timidez o nuestra falta de destreza física, con los primeros desplantes que nos hace el mundo. Y a partir de ahí, no para, porque si de algo se ocupa la realidad es de enseñarlos, si hace falta a los sopapos, que no somos el centro del universo.

         ¿Y qué diferencia al primer orejón del tarro y al último? El azar, nada más que el azar. Unos caen abajo, y otros arriba. Eso es todo. No hay ninguna mano negra que decida dónde irá a parar cada orejón. Es lo que les toca en suerte. Al de arriba se lo comen primero, y al último por ahí lo terminan tirando porque se echó a perder.

         Igual, eso de “el último orejón del tarro” sigue siendo una manera muy gráfica de decir que uno se siente postergado. Lo podría decir quien que trabaja de sol a sol y cuando llega a su casa no es tenido en cuenta ni se lo consulta; lo podría decir el ama de casa que estira el dinero para comprar todo lo que necesitan los hijos, sin comprarse ni un calzón para ella. Lo podrían decir los viejos, cuando los hijos y nietos tienen tiempo para cualquier cosa menos para visitarlos a ellos. Lo podrían decir los que ven pasar de largo un ascenso en el trabajo porque al puesto mejor se lo lleva un acomodado…

         Lo podríamos pensar o decir todos, en algún momento de nuestras vidas. Y es válido. Reconocer nuestras emociones, prestarle atención a cómo nos sentimos y ponerlo en palabras, además de válido es necesario para nuestra salud mental. La autocompasión también es válida… pero por un rato nomás, como desahogo, no como manera de relacionarnos con la realidad, con los demás y con nosotros mismos.    

         Que el papel de víctima no se nos haga carne. No somos orejones, tenemos voluntad, libre albedrío, brazos y piernas para movernos, tenemos garganta para pegar cuatro gritos ante la injusticia, un lenguaje para decir lo que no nos gusta, para pedir con claridad lo que queremos o necesitamos, y podemos rebelarnos y salir por nuestros propios medios del tarro. Que la autocompasión sea momentánea, entonces, como los berrinches de los niños, y que nos sirva solo para tomar impulso y saltar de ese lugar incómodo en el que a veces nos pone la vida… y otras, nos ponemos nosotros mismos.