Epifanía de la banana

Una epifanía es una revelación, una manifestación, un momento inesperado de iluminación de la conciencia. Y a mí me pasó… con una banana.

Fue casi una experiencia religiosa.

Estaba comiendo una banana como de costumbre, en piloto automático digamos, cuando de repente algo cambió en mis sentidos y me percaté del dulzor en mi boca, de la textura cremosa, del aroma, y tuve la visión de una plantación de bananos, un mar verde ondulante bajo el sol, y los hombres trabajando debajo de las grandes hojas. El ritmo era armonioso, con los movimientos calculados y precisos del que sabe lo que está haciendo. Avanzando entre las hileras de plantas, algunos cortaban y otros recibían sobre sus espaldas los enormes racimos de frutos verdes y firmes y los llevaban hasta en lugar donde los preparaban para comenzar con el traslado final.

Fue un momento intenso, en el que hice mío el sudor y el esfuerzo de esos hombres que tal vez ganaban un jornal miserable y sin embargo, trataban a esos racimos con cuidado y dedicación, como si tuvieran plena conciencia de la importancia de lo que estaban haciendo: cosechar alimentos que debían llegar en las mejores condiciones posibles a la mesa de tantos hogares, que debían nutrir a tantos niños…

Siempre supe el valor del trabajo. Siempre supe la cantidad de manos (y mentes) que hacen posible que podamos comer, vestirnos, asearnos, tener muebles, electrodomésticos, autos, computadoras, casas… Siempre supe lo que es una cadena de producción, de distribución, de comercialización, y la cantidad de seres humanos que hay atrás de cada engranaje de esas cadenas. Y además de saberlo, más allá de la teoría lo viví en la fábrica de mis padres: de la suma de tareas de tantas personas que hacían cada una lo suyo, en una repetición donde la economía de movimientos era esencial para cansarse menos y producir más, surgían cientos de pares de zapatos por día. La división del trabajo era ese rompecabezas mágico en el que cada puntada, cada acción realizada a su debido tiempo, es fundamental para el resultado final. Donde nada ni nadie sobra, porque todas las personas y todos los pasos son necesarios.

Siempre fui consciente de la enorme importancia del trabajo propio y ajeno en nuestras vidas. Pero con la epifanía de la banana esa conciencia se expandió, se hizo más presente.  

Y empecé a dar gracias por la comida. Pero no por el plato de comida en sí mismo, sino por todo y todos los que lo hicieron posible. Empecé a dar gracias y bendecir a los que sembraron, cosecharon y trasladaron lo que había en el plato: zapallos, zanahorias, garbanzos, maíz, lechuga, frutas… A los que crían pollos, gallinas ponedoras, cerdos, vacas. A los que hacen posible con su trabajo anónimo que tuviera en mi mesa los nutrientes necesarios para que mi cuerpo funcione.

Desde esa gratitud, la comida tiene otro sabor y otro sentido. Y es casi un milagro. Esa papa hervida, o al horno, ya no es una simple papa: es el esfuerzo del que la cosechó agachado, el lomo curtido del que acarreó las bolsas hasta un camión o las bajó en el mercado. Es la tierra en la que creció…

Y entonces le agradezco a la naturaleza por su generosidad.

Y a los que trabajan en las fábricas, y a los científicos, y a los que cada día ponen su granito de arena para que nuestras vidas sean más cómodas, más seguras, más felices.

Cuánto para bendecir y agradecer…

Y cuánta falta hace que entendamos, de una buena vez, que nadie se salva solo, que nadie puede solo, y que necesitamos a los demás para alimentarnos y para todo lo que hacemos.

Necesitamos a los que nos cuidan y cuidan a otros, a los que cocinan para otros, a los que están al servicio de los demás, no importa si les pagan o lo hacen por amor a su familia o son voluntarios. Los necesitamos.

Necesitamos a los empresarios que invierten para producir y arriesgan su capital, y a los trabajadores que le ponen el cuerpo a la mano de obra.

Necesitamos un Estado presente para que haya equidad hasta en el último rincón del país, para que los fuertes no sean todopoderosos y los débiles no sean avasallados, y necesitamos a las organizaciones civiles y populares que día a día conviven con los problemas, dolores, frustraciones, sueños y esperanzas de la gente común.

Necesitamos, desde que nacemos hasta que nos morimos, que alguien nos conforte en los momentos difíciles, que nos apoye cuando flaqueamos, que nos enseñe lo que no sabemos y que se alegre con nuestros logros. Y necesitamos a esos miles de seres anónimos que con su trabajo hacen posible que tengamos comida en la mesa, que tengamos bienes y servicios.

Y acá no se trata de que “yo lo pago, nadie me regala nada”, “es su trabajo, su obligación”, frases con las que tantos se llenan la boca. Pagar por los bienes o servicios no nos convierte en seres superiores, ni nos da derecho a derrochar recursos ni menospreciar el trabajo ajeno. Porque por más plata que tengamos, por más millonarios que seamos, si del otro lado no hay alguien que produce, que siembra y cosecha, que investiga, que construye… no hay comida, no hay ropa, no hay casas, no hay caminos. No hay NADA.

Y a vos, que decís “yo lo pago, nadie me regala nada”, “es su trabajo, es su obligación”, y otras frases hechas por el estilo, te quiero ver con los bolsillos llenos de plata en medio de un desierto donde no crece ni un cactus, ni te vas a poder comer aunque sea un cascarudo porque son más rápidos que vos, y donde nadie te alcanzará un vaso de agua aunque se la pagues un millón de dólares… porque no hay agua. Te quiero ver ahí, en bolas y a los gritos, mirando con angustia esos billetes que para lo único que te van a servir es para limpiarte el tujes.

Así que no seas tan soberbio, tan soberbia, no niegues la importancia que tienen en la sociedad y en tu vida los que siembran y cosechan las verduras y frutas que comés, los que fabrican la ropa y los zapatos que usás, los que investigaron para que tengas tecnología y medicamentos, el mozo que te sirve el café en un bar, la enfermera que te pone una inyección, el recolector que se lleva tu basura, la niñera de tus hijos, la empleada que limpia tu casa, la cuidadora de tus padres o abuelos ancianos, la maestra de tus hijos, el mecánico que te arregla el auto, la peluquera que te tiñe las crenchas, el plomero que te destranca las cañerías, el que cría gallinas y vende huevos caseros, y todo ese universo de seres anónimos que sueñan, se ilusionan y aman igual que vos, y empezá a agradecer, que es gratis. Y le hace bien al alma.