Las cosas
Cuesta desprenderse de algunos objetos.
Ya sé: no hay que apegarse.
No somos nuestras cosas.
Las cosas están para ser usadas, y punto.
Y está bueno cambiarlas por otras cada tanto,
donarlas, o venderlas, que circulen,
y que las reemplace algo distinto,
algo que llame la atención de las visitas
porque es nuevo,
porque tiene más categoría
o lo que sea que lo haga destacarse y quebrar
la monotonía, la armonía del conjunto.
Algo así como si una bailarina
irrumpiera de pronto en el silencio de un museo
y empezara a danzar vestida con gasas multicolores…
Ya lo sé: a las cosas no hay que aferrarse.
Pero hay cosas y cosas…
Hay algunas que no tienen personalidad,
que están de paso,
que no llegan a la categoría
de lo que pertenece y permanece,
de lo que se integra al espacio íntimo,
confortable, tibio, seguro,
de eso que llamamos “hogar”.
Esas cosas son prescindibles,
casi se podría decir que ya son ajenas
desde antes de llegar,
porque no alcanzamos a encariñarnos con ellas.
Y hay otras, en cambio,
de las que sí se notaría su falta
porque ya son parte de ese rincón,
de esa habitación.
Cosas a las que se amolda la mirada
y se acostumbraron las manos,
la espalda, todo el cuerpo.
Como ese sillón desvencijado,
arañado por los sucesivos gatos de la casa.
Como los platos de loza cachados que eran de la abuela,
como las tazas que alguna vez
fueron parte de un juego recién estrenado
y hoy se juntan huérfanas con otras huérfanas
de distintos colores y formas
en los desayunos de entrecasa,
y están adelante de todo, siempre dispuestas
en un estante del mueble de madera oscura,
ese que llegó heredado y es tan espacioso,
tan sólido, que no habría con qué reemplazarlo.
Como el piano, que tiene las huellas talladas
en las teclas de marfil
de tantas escalas que subían y bajaban,
de tantas sonatas de Beethoven
y tantas fugas de Bach,
de tantas horas solitarias de estudio,
aunque haga mucho tiempo que nadie lo toca.
Como las sillas que crujen al sentarse
y hay que hacerlo con respeto y cuidado
para que no se desarmen.
Como el mantel con guirnaldas verdes y rojas
que parece nuevo desde hace medio siglo
porque se usa solamente en Navidad, se lava
y se guarda hasta el próximo año.
Como la mesa de madera rústica
en la que la abuela amasaba el pan,
o las pastas del domingo.
Como los zapatos que han perdido su forma original
y ya no hacen doler el juanete
ni sacan ampollas en los talones.
Como los recuerdos que aparecen misteriosamente,
oportunamente o inoportunamente,
en el fondo de un cajón cuando buscamos otra cosa:
un frasquito con plumas de caligrafía,
otro con los dientes de leche de un hijo,
tan pequeñitos, tan blancos,
unos guantes de cabritilla azul
el prendedor de filigrana de plata de la bisabuela,
que tenía tres perlas y le falta una,
el cortaplumas de papá,
la redecilla del pelo que usaba mamá
para contener los ruleros…
Hay cosas, y cosas.
Y no todas se pueden reemplazar por otras.
Ellas nos pertenecen, y les pertenecemos.
No son muchas. No son la mayoría.
Estemos en paz con ellas, entonces…
Hasta que, cuando la separación ya no nos duela
porque no estaremos ahí para verlo,
vengan otros y decidan qué hacer con ellas.